dijous, 19 de gener del 2012

Diacrítico: La intrascendencia del Ministerio de Cultura

Un article excel·lent, al meu entendre, que amb l'excusa de l'existèncio o no del Ministerio, ens parla sobre les complicades relacions entre artistes, administracions públiques i la societat en la qual ambdós desenvolupen la seva activitat.

Com algun dels comentaris proposa, hauria de ser de 'lectura obligatoria'. No puc estar més d'acord...
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Ministerio de cultura sí, ministerio de cultura no. Durante las últimas semanas, la prensa ha dedicado no pocas páginas a abordar esta duda, surgida a raíz del cambio de gobierno y recientemente resuelta. Una duda razonable si atendemos a la importancia del tema, pero difícil de entender si pensamos en las escasas posibilidades de que un Ministerio como el que se barajaba influyese positivamente en nuestra cultura o de que mejorase, al menos, el rendimiento de la Secretaría de Estado equivalente.

Difícil de entender, también y como de costumbre, la indignación generalizada ante lo previsible -la elección de alguien como José Ignacio Wert para dirigir el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte-, suscitada por la recuperación de un artículo, publicado en El País hace ahora un año, en el que el señor Wert recurría a la manida comparación entre las descargas y el robo. Triste, de acuerdo, pero seamos sinceros, ¿alguien esperaba que Rajoy pusiese al frente de alguno de sus ministerios a David Bravo? Al fin y al cabo, al lado del texto en que Sinde culpaba a la piratería del fracaso de Méliès, el de Wert parece digno de Aristóteles.

Creo, no obstante, que el problema de fondo es que no se han planteado las cuestiones adecuadas. Lo importante no es la existencia de un ministerio, sino su propósito. A los que piden un Ministerio de Cultura me limitaría a preguntarles para qué lo quieren... Porque si es para seguir con lo que hemos tenido desde 2004, mejor ahorrárnoslo.

Insisto en el interrogante, que no tiene nada de retórico: ¿para qué un ministerio? Porque, aunque se habla sin parar de la independencia económica de la cultura, no se concreta cómo debe traducirse aquélla ni qué tenemos que entender por ésta. Entre los discursos de los profesionales del sector se repite con frecuencia un mantra: "la cultura genera riqueza y atrae turismo". Muy bien, aceptemos barco. ¿Por qué no dejarla en manos, entonces, del novísimo Ministerio de Industria, Energía y Turismo? Nada parecería más lógico y, sin embargo, la solución enerva a los defensores de la cantinela cultura-PIB. ¿Incoherencia o cinismo? Juzguen ustedes.

Hay un segundo mantra, tanto o más peligroso que el anterior: "la cultura debe ser autónoma". ¿La cultura? ¿En serio? ¿Y qué haremos para lograrlo? ¿Decirle "levántate y anda"? Lo que los directores de museos, cineastas, músicos, literatos y catedráticos de primera línea piden cuando reclaman autonomía para la cultura es, simple y llanamente, que se les facilite un interlocutor con rango de ministro y un amplio presupuesto del que sus respectivos centros culturales, productoras, discográficas, editoriales y universidades puedan disponer con libertad. Porque esto es lo que solemos entender por cultura, aquello que tiene visibilidad mediática, la esfera de la cultura oficial, de las grandes exposiciones, las galas, los estrenos, las publicaciones académicas, los best-seller y los homenajes. ¿Pero qué ocurre con lo demás? ¿Qué hacemos con esa ingente actividad creativa que se desarrolla lejos de los templos de la cultura? ¿Y con la enorme cantidad de artistas a los que el mercado y las instituciones dan la espalda? ¿Y con los que no tienen intención alguna de vivir de su obra? Nos guste o no, todos ellos forman parte de ese "mundo de la cultura" que algunos se obstinan en monopolizar. No debemos confundir la cultura con el conjunto de instituciones y personajes que hablan en su nombre.

El debate, en consecuencia, no se debe plantear en torno a la existencia de un ministerio, sino en relación con el modelo cultural que queremos adoptar. Pero en este país no tenemos claro qué queremos proteger, divulgar y promover bajo el término cultura, ni hemos pensando acerca de cómo conciliar la realidad de una economía de mercado con la necesidad de fomentar la creación artística y de preservar el patrimonio material e inmaterial. No resulta extraño, pues, que sigamos obviando preguntas esenciales y dando por buenas respuestas irreflexivas.

La lista de cuestiones que han sido históricamente ignoradas a nivel político es casi interminable: ¿la inversión pública en cultura debe estar condicionada a la obtención de beneficios económicos? ¿Cómo debe ser calculada la rentabilidad de la cultura? ¿Deben existir las subvenciones? De ser así, ¿qué criterios deben primar a la hora de concederlas? ¿Nos quedamos con las cifras de visitantes/espectadores o intentamos cuantificar de otro modo la influencia de cada proyecto? Si optamos por un sector cultural de financiación mayoritariamente pública, ¿qué mecanismos podemos habilitar para evitar el nepotismo, el caciquismo y la endogamia que lo han caracterizado históricamente? "Los artistas tienen derecho a vivir de su trabajo" ¿Quiere decir que el Estado debe mantenerlos a todos o que debe garantizarles un mercado libre en el que devorarse unos a otros? ¿O significa otra cosa? ¿O es directamente una falacia? ¿En qué condiciones debe ser distribuido un proyecto subvencionado y cuáles deben ser las obligaciones de sus artífices? ¿Debe la legislación cultural beneficiar a los creadores, a los distribuidores, a las creaciones o a sus receptores? ¿Podría reducirse la aportación estatal a tareas de producción y conservación de contenidos culturales? ¿Es necesario que la gestión del patrimonio se vincule directamente a la explotación turística? ¿Cuál es la función del patrimonio?

En general, ni el actual ministro ni quienes le han precedido en el cargo han contestado públicamente y en profundidad a estas preguntas (algunos han dado por sentadas las respuestas, otros se han perdido en una retahíla de ambigüedades del estilo subvenciones sí, cultura subvencionada no). Muchos gestores culturales y artistas siguen el mal ejemplo: piden más dinero para la cultura sin proponer un programa en que emplearlo; exigen un representante sin especificar qué o a quién debe representar; entienden, erróneamente, que todo euro invertido en instituciones culturales está bien gastado. Cuando no hay manera de evitarlo, el debate se simplifica vergonzosamente: mecenazgo vs. financiación pública. Incluso asumiendo una polaridad tan simple y tan plana, convendría hacer un estudio riguroso acerca de ambas opciones y explicar las ventajas e inconvenientes de cada una de ellas. ¿En España? Ciencia ficción, claro.

A lo mejor es buen momento para dejar de escurrir el bulto y empezar a delimitar las competencias y objetivos de los organismos culturales estatales; de aclarar por qué pensamos en cultura al hablar de cine o arquitectura y no al hablar de ingeniería o programación de software; de decidir qué actividades creativas queremos proteger, a qué nivel deseamos hacerlo y qué papel queremos asignar al Estado en esta tarea. De lo contrario, estamos condenados a seguir legislando, proclamando, sufragando, criticando, protestando, llorando, pidiendo y dando en vano.

Diacrítico: La intrascendencia del Ministerio de Cultura

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